El poder de las palabras
Lo que más me aterra no son los fantasmas, ni las criaturas de la noche, ni los horrores invisibles que acechan en la penumbra. Lo que realmente me paraliza es el poder de las palabras, esas que, como cuchillos afilados, tienen la capacidad de destrozar el alma de una persona sin dejar rastro visible. Nadie parece temerles, tal vez porque son invisibles, sutiles, pero su impacto es mucho más profundo y duradero que cualquier herida física. En un instante, una palabra mal dicha puede hundir a alguien en un abismo de inseguridad, desesperación o tristeza. Y lo peor de todo es que esas palabras no siempre provienen de extraños o enemigos, sino de aquellos que deberían ser los más cercanos y protectores.
Me horroriza ver cómo la gente puede destruir a otras con una facilidad aterradora, sin pensar en las consecuencias de sus actos, como si el daño que causan fuera algo insignificante, algo pasajero. Las emociones humanas son frágiles, y lo que se dice puede hacer un daño irreversible, mucho más profundo que cualquier corte o golpe físico. Las huellas de un maltrato verbal son invisibles para los ojos ajenos, pero permanecen grabadas en la memoria, carcomiendo por dentro, devorando lentamente la autoestima, la confianza, el sentido de pertenencia.
Es aún más aterrador cuando la violencia verbal se disfraza de “sinceridad” o de “consejo”. Se usa la justificación de que la verdad duele, sin importar que la verdad sea una herramienta de destrucción cuando se lanza con malicia. Las palabras, entonces, se convierten en veneno, y el daño no solo se queda en el receptor, sino que contamina a todo aquel que se cruza en su camino. El temor a las sombras y a lo desconocido es solo una reacción instintiva, pero el temor a la crueldad humana, esa que se oculta en las frases cotidianas y en las interacciones que se consideran banales, es mucho más profundo, mucho más desconcertante.
Porque, en el fondo, sabemos que los fantasmas pueden ser producto de nuestra mente, pero la capacidad de un ser humano para hacerle daño a otro es tan real como el aire que respiramos. Y no hay refugio donde esconderse de esa clase de monstruos. Pueden aparecer en cualquier lugar, en cualquier momento, y lo peor es que muchas veces ni siquiera lo notamos. El daño es gradual, casi imperceptible, hasta que llega un punto en que la víctima se ha perdido en un mar de dudas, inseguridades y miedos que alguien le ha sembrado. El verdadero terror no está en lo que no podemos ver, sino en lo que vemos todos los días, y aún así, nos negamos a reconocer.
A veces, me detengo a pensar que, aunque me horroriza la crueldad verbal ajena, no soy ajeno a caer en esos mismos patrones. En mi propio corazón, he sentido la tentación de herir con palabras, de lanzar una crítica ácida cuando estoy frustrado o de dejar que el enojo nuble mi juicio. A veces, cuando las palabras surgen impulsadas por la irritación o el dolor, me doy cuenta de que puedo llegar a ser tan destructivo como aquellos que tanto temo. Me sorprende la facilidad con que una palabra imprudente puede escapar de mi boca, sin medir el daño que causa. Y es en esos momentos cuando el temor a la destrucción de las palabras se vuelve personal, porque me doy cuenta de que soy tan capaz de herir como cualquiera.
En medio de esta oscuridad, es fácil perder la esperanza y dudar de la bondad humana. Pero al mirar hacia Dios, encuentro una luz diferente. Él no solo es el refugio ante los miedos más profundos, sino también el remedio para esas heridas invisibles que nos causan las palabras. En Su amor, descubro que hay un propósito más grande, que no somos definidos por los juicios ajenos ni por las crueles palabras de quienes nos rodean. Dios nos llama a sanar, a restaurar lo que ha sido quebrantado, a ser agentes de paz en un mundo que a menudo se alimenta de discordia.
Si la crueldad humana puede deshacer, Dios tiene el poder de rehacer. Si las palabras pueden destruir, Él nos ofrece Su palabra, que es capaz de sanar, restaurar y levantar lo que parecía irremediable. Y aunque el daño causado por el ser humano pueda ser devastador, es en Su amor donde encontramos la verdadera fuerza para sanar y para perdonar. Porque, al final, Dios no nos mira como los demás lo hacen. Él no ve nuestras cicatrices, sino nuestra esencia, lo que somos en Él, lo que podemos llegar a ser cuando nos rendimos a Su amor.
Es en Su luz donde encontramos consuelo, y es en Su paz donde se disipan los terrores más profundos. Nos invita a ser portadores de esa luz, a usar nuestras palabras para edificar, no para destruir; a construir puentes, no muros; a sanar, no a herir. Y aunque la oscuridad del mundo es real, en Dios encontramos la promesa de que, al final, la luz siempre prevalecerá.
El desafío es vivir según esa luz. Y, al reconocer mis propias fallas, me doy cuenta de que el cambio comienza en mí. Al dejar que la paz de Dios gobierne mi corazón, tengo la oportunidad de sanar las heridas que he causado, y de evitar infligir más. Porque, al final, la verdadera fuerza está en aprender a dominar el poder de mis palabras, y ofrecer, en cada uno de mis actos, la compasión y el amor que Dios siempre nos da.”